Psicología Analítica de Jung: El Sí-Mismo.

   Es el núcleo más interior de la psique, arquetipo de la totalidad. Así como el yo es el centro de la conciencia, él es no sólo en centro de la psique, sino también su circunferencia, que abarca a la vez, y simultáneamente, lo consciente y el inconsciente.

    No se trata de un yo profundo: es un esquema organizador colectivo que actúa en la composición y las energías del psiquismo. Al igual que todo arquetipo, si bien su esencia y su energía son colectivas, sus manifestaciones son el reflejo de los elementos constitutivos de la persona, en su más estricta individualidad. A ello se debe que no constituya un objetivo en sí. Es el camino que conduce de lo indeferenciado a la individuación y la energía que hace posible la experiencia. Es un principio de cuestionamiento y de conflicto, pero también de conjunción, de autorregulación y de unificación, que actúa mediante la dinámica de la compensación o por el efecto de hallar el centro.

    No se lo puede aprehender en sí, sino a través de sus manifestaciones o la intuición que pueda tener de su principio: es una experiencia a la que contribuyen lo consciente y el inconsciente, lo corporal y lo transindividual.

    El concepto del sí-mismo no proviene de una reflexión. Se le impuso a Jung al final de ese largo periodo de cuestionamiento que siguió a la ruptura con Freud. De su confrontación con el inconsciente surgió poco a poco la idea de un principio inconsciente de funcionamiento, en el que el psiquismo encuentra su verdadero eje de crecimiento. Esta realidad inesperada otorgó orden y  sentido a la prueba a la que él se había comprometido.

    Durante las épocas de imaginación activa se impuso, en especial, reaizar mandalas (dibujos o pinturas en los que múltiples figuras se corresponden simétricamente alrededor d eun centro, según el esquema general de un cuadro inscrito en un círculo). Observó luego este mismo impertativo en algunos pacientes suyos, y la prosecución de sus estudios le puso en contacto con experiencias similares, tanto individualmente como en numerosas prácticas religiosas y espirituales, en formas y términos diferentes.


    En la tradición tibetana, de la cual procede el mandala es empleado para dar una imagen de la divinidad y concentrar el espíritu en la meditación. En la práctica analítica, durante un período de confrontación con el inconsciente, aparece como símbolo de orden que conduce a una reorientación psíquica. En esto es símbolo del sí-mismo.



   Múltiples imágenes pueden aludir a la activación del sí-mismo, evocando con suma frecuencia un aspecto específico. además del mandal, el círculo, por referencia a la integridad natural, y el cuadrado por referencia a la concienciación de esta integridad, son sus principales representaciones.

    Pero es posible asimismo encontrarlo a través de una figura humana o de esencia divina; en gneral toda figura de iniciador, de guía o de consejero: panteón de las diversas mitologías o de las religiones politeístas..., de hombre cósmico (ser humano a veces de aspecto gigantesco que abarca y contiene el cósmos): Adán, Buda, el Cristo..., el hijo divino, representantes del sí-mismo en sus potenciales naturales y espontáneos, y actuando de manera salvadora....

    
  Y puede también ser una forma animal, que evoca su naturaleza instintiva y sus relaciones con el medio, o una forma de mineral: la piedra que representa su indestructibilidad y su permanencia; el cristal o el diamante, en relación con la pureza de la unión de los contrarios, de la materia y el espíritu.

    
  También puede estar representado por imágenes tomadas de diferentes tradiciones que hacen referencia a la totalidad psíquica: la flor de oro, la rosa mística, el santo Grial, el tao...



    Pero no nos equivoquemos: estas imágenes cuando surgen, no son de obligatoria referencia al sí-mismo. De igual modo, no son el sí-mismo. Si aparecen cuando el psiquismo es presa de conflicto, loe están haciendo en un contexto cargado de  una intensidad numinosa. Y no  hacen más que permitir comprender que la solución está cerca.

    Ahora bien, es más frecuente que el sujeto establezca contacto con la idea del sí-mismo en el seno de una experiencia que le hace sentir su dinamismo. Puede tratarse de la percepción de un eje interior: sentimiento de percibir en sí una línea de vida que guía y justifica nuestras elecciones y nuestras orientaciones. Y puede tratarse también, en un momento de gracia, del sentimiento de ser en una relación apropiada para los otros.

   Todavía más sorprendente: el sí-mismo puede manifestar su presencia en correspondencias inesperadas de acontecimientos, coincidencias en el tiempo y en el espacio. Es una simultaneidad de acontecimientos con significación idéntica en la psique y en los fenómenos exteriores. A estas "coincidencias exageradas y cargadas de sentido", Jung lo denomina sincronicidad, como referencia a un principio unitario del Ser que lo trasciende reuniendo en una misma experiencia lo consciente y el inconsciente, lo luminoso y lo tenebroso, el mundo exterior y el mundo interior.

   El principio de sincronicidad constituye de alguna manera un principio de orden a-causal, que se situaría junto al principio de causalidad, impotente éste para describir determinados fenómenos de la naturaleza. Lo que vuelve a cuestionar asimismo todo lo que corresponde al azar, ya que esos fenómenos de sincronicidad hacen referencia a la supeusta existencia de un sentido, de un orden en la naturaleza.

    Si bien el sí-mismo, es una realidad que se impone a lo consciente, Jung, con todo, nos pone en guardia para no alimentar la esperanza de poseer alguna vez una conciencia del mismo siquiera aproximada. En tanto que centro de la psique, arquetipo de la totalidad, sigue conteniendo esa masa imprecisa e inasequible que constituye el inconsciente.

    No obstante -y hacia esto tiende el proceso de individuación-, es posible intentar otorgar un sitio a la realidad viviente del sí-mismo. Esto exige un esfuerzo constante de atención para procurar vivir simultáneamente en dos planos. Se trataría de permanecer, como antes, en contacto con el mundo que constituye nuestra realidad cotidiana, y, al mismo tiempo, volverse receptivo a todas las sugerencias, a las señales de los sueños y de los acontecimientos exteriores que el sí-mismo emplea para simbolizar sus intenciones.

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